La pintura ha sido siempre el lenguaje de las cosas en bruto, gracias a su capacidad para trasladar a la pared, tela, o papel las sensaciones táctiles de la naturaleza, de los objetos, de la piel, sus texturas, luces, incluso la sensación con la que somos observados por dicha realidad, compensando así nuestro discriminatorio retinismo, esa moderna tiranía de la imagen, esa enfermedad del ver, en la que la identidad de lo visto subyace entre ropajes de significados que nuestras neuronas clasifican automáticamente, forzadas a mirar en contra incluso de su propia voluntad, cegándonos de continuo.
A quien corresponde llevar la responsabilidad de hacer ver -como nos decía Paul Klee-, es al pintor, al artista en última instancia -un sanador de la mirada. Él es quien está condenado a forzar los límites de las apariencias para fijar o refundar la belleza de lo real. A fin de cuentas, ustedes, en su gran mayoría, no son ajenos a este modo de nombrar las cosas que los artistas tienen por su lenguaje cotidiano, hagan sino la prueba, y nombren en lo posible las siguientes imágenes... si es que pueden resistirse a pintar un cuadro cuando el Sol dibuja a contraluz la sombra de nuestro amor en la arena del camino; cuando nuestro hijo desafía al miedo con el vértigo jugando en el barandado de un paseo donde el mar azulado e inocente lo espera para abrazarlo y tragarlo; cuando estallan en primavera los árboles de la ribera del río como un fuego artificial detenido en miles de verdes; cuando en los azulejos de la cocina nuestro reflejo nos interroga secretamente; o incluso cuando nos examinamos frente al espejo esperando pasar algún día al otro lado, y mientras, nos creemos otro, a veces tan distinto, a veces tan alejado de quienes éramos antes de fijar nuestros ojos en ese otro en quien apenas nos reconocemos, y del que creemos escuchar una voz que nos resulta familiar y distante, un autorretrato -en el caso de Pablo Cañas, pintado en acrílico- que nos revela quiénes somos, sin poder esconderlo por más tiempo.
La vida de un pintor es tan corta como la de cualquiera de nosotros. Es la vida de los cuadros -la de la pintura-, la que desborda cualquier predicción humana, y al que importa. Y es en esa eviterna existencia donde la pintura tendrá que rendir cuentas consigo misma, en ausencia del pintor y de los espectadores que tuvo en otro tiempo. Pablo Cañas lo ha comprendido así, y con enorme generosidad nos invita a compartir su mirada sobre lo cercano, sus rincones íntimos, los rostros de sus afectos, los humildes homenajes a sus gentes y las tradiciones del lugar, así como sus reflexiones sobre la pintura y lo pintado; sus impresiones sobre la vida y lo vivido, latente en sus cuadros... Ha llegado entonces el momento de que los cuadros se nos hagan presentes y nos rescaten de la invisibilidad de lo real para trasportarnos al territorio de la memoria con la fuerza del color, de la maestría de sus pinceles, del gusto por pintar que Pablo Cañas nos descubre en cada cuadro.
Julio Hontana.